Comentario
Cabe recordar, en el sentido antes mencionado, que Carlos III, que tan celosamente cuidó la difusión selectiva de los descubrimientos arqueológicos realizados en su reino de Nápoles, fue el único monarca al que se le dedicaron dos diferentes ediciones de "Los Diez Libros de Arquitectura" de Vitruvio, una preparada por B. Galiani, publicada en Nápoles en 1758 y la segunda realizada por José Ortiz y Sanz, publicada en Madrid en 1787. Pero es que incluso Winckelmann no podía olvidar el prestigio del texto romano, entendido casi como garante simbólico del secreto de la arquitectura clásica.El tratado de Vitruvio y los comentarios e ilustraciones que habían incluido sus sucesivos editores desde el siglo XVI se había convertido en una suerte de esqueleto doctrinal de la tradición arquitectónica clasicista moderna hasta el punto de que Winckelmann lo usó en algunos de sus escritos, de tanta influencia posterior, con el ánimo de confirmar la ejemplaridad estética y moral de la Antigüedad y defender su "noble sencillez" y "serena grandeza". Simplicidad y serenidad que, por otro lado, acentuaban el carácter modélico y sublime, incluso la gracia, de las obras de la Antigüedad, entendidas como ejemplos de la belleza ideal, y que en su exaltación le llevaba a criticar las prácticas, habituales en las colecciones del Vaticano, de ocultar lo que no debía ser expuesto, tapándolo con "latta" y un hilo, elogiando sin embargo la actitud de su amigo y mecenas, el cardenal Albani, que no quería, en su villa de la Vía Salaria, construida, en 1756-1763, por Carlo Marchionni (1702-1786), que sus estatuas clásicas estuviesen "senza coglioni". Ese afán por desvelar lo oculto le llevó a defender la difusión pública de todo lo encontrado, como haría con sus "Monumenti antichi inediti" (1767), iniciando así una nueva concepción de la arqueología moderna frente a la erudición acrítica y elitista de los anticuarios, criticando así, implícitamente, el ocultismo tradicionalmente practicado por reyes y papas, nobles y prelados y por coleccionistas privados, que muy excepcionalmente concedían permisos para dibujar y difundir sus antigüedades. De Piranesi, por ejemplo, decían sus contemporáneos que corrió innumerables riesgos cuando tenía que dibujar clandestinamente las ruinas y fragmentos que las decenas de excavaciones arqueológicas privadas estaban sacando a la luz. Una actitud que hizo penosamente célebre a Carlos III en relación a las antigüedades de Herculano y Pompeya, cuidando celosamente que la propiedad de esas imágenes fueran un privilegio real, de ahí que creara la Academia Herculanense para controlar la reproducción de lo encontrado en sus dominios y cuya obra fundamental fueron "Le Antichitá di Ercolano esposte", publicadas lujosamente en Nápoles, en ocho volúmenes, aparecidos entre 1757 y 1792. Obra que sólo el rey tenía la capacidad de regalar, pero que en cuanto comenzó a ser conocida fue rápidamente copiada y difundida, en distintos formatos, por toda Europa.Existe una opinión historiográfica, casi un tópico, que ha convertido el descubrimiento arqueológico de las ciudades de Herculano y Pompeya y de las ruinas próximas de Paestum en argumento decisivo en la difusión del gusto neoclásico y la pasión por la Antigüedad. Y, sin duda, robar de la tierra trágicamente acumulada por el Vesubio la memoria intacta del pasado, permitiendo contemplar algo sólo conocido por descripciones como la pintura antigua, conmocionó a la cultura europea. Iniciadas las excavaciones en 1738, las imágenes que progresivamente se iban conociendo iban a ser insistentemente usadas y citadas por pintores y decoradores durante los decenios siguientes. Incluso hubo artistas que falsificaron pinturas haciéndolas pasar por verdaderamente antiguas, unas veces con un claro sentido irónico, otras con un evidente afán especulativo y comercial. Los primeros solían poner en evidencia la fragilidad de la mirada de los especialistas, como le ocurriera a Winckelmann con su amigo Mengs, que le enseñó un fresco antiguo, pintado por él mismo entre 1759-1760, en el que aparecían Júpiter y Ganímedes (conservado en Roma, Galería Corsini), y del que el erudito llegó a escribir: "El amante de Júpiter es ciertamente una de las figuras más extraordinariamente hermosas que nos hayan sido legadas por la Antigüedad, y yo no sabría encontrar nada comparable a su rostro; de él emana tanta voluptuosidad que toda su alma parece volcarse en aquel beso".Por otro lado, el segundo tipo de falsificadores mencionado, introducían en el floreciente mercado artístico y anticuario italiano imágenes inusuales que podían acompañar con suficiencia el saqueo constante de fragmentos arqueológicos o las vistas de ciudades. Un turista del Grand Tour podía, de este modo, regresar de su viaje iniciático con reliquias laicas o con simulaciones urbanas, incluso con paisajes de ruinas, realizados con una clara intención documental, casi como un certificado de la autenticidad del viaje.Los descubrimientos de Nápoles dieron lugar a una literatura muy variada, desde las narraciones emocionadas a las que no dudaban en plantear una profunda decepción. Posiblemente las arquitecturas pintadas en las paredes de las casas fueran las que mayor desencanto produjeron, incluso Horacio Walpole, un inglés que llegaría a apasionarse por el gótico hasta el extremo de construirse una villa en ese estilo, Strawberry Hill, en Middlesex (1750-1783), sólo llegó a apreciar en ellas su ligereza y su aspecto sustancialmente "indio". Por otra parte, la seducción que ejercieron los descubrimientos arqueológicos de Herculano y Pompeya dio lugar a que en muchos lugares de Italia y Europa se iniciaran excavaciones con el ánimo de ilustrar un pasado antiguo que legitimase con un principio de autoridad entonces incuestionable en la historia de pueblos y ciudades. De hecho, en Granada se llegaron a falsificar yacimientos arqueológicos, convirtiendo la legendaria y simbólica ciudad española en un depósito de todas las antigüedades conocidas, desde las bíblicas a las islámicas, de las fenicias a las cristianas. Es más, Granada pudo ser, durante los años centrales del siglo XVIII, no sólo una nueva Herculano, sino una nueva Roma, una nueva Babilonia y una nueva Jerusalén. Carlos III, rey de España desde 1759, presenció también esa simulación de la historia.Volviendo atrás unos pocos años, es cierto que Carlos de Borbón quiso hacer de Nápoles un reino en el que la magnificencia de la monarquía constituyese un atributo fundamental, construyéndola especialmente con las colecciones artísticas y con la construcción de edificios que dejasen memoria de una dinastía heredera de los Farnesio y de los Borbones, de ahí que la corte tuviera un especial interés en convertir sus dominios en un foco de atracción europeo en el que los descubrimientos arqueológicos cumplieran una función decisiva. Y es precisamente en torno a la década de los años cincuenta del siglo XVIII cuando Nápoles aparece como un lugar de destino inevitable de viajeros, artistas y arquitectos europeos. Herculano, Paestum, el Palacio Real que Luigi Vanvitelli (1700-1773) comienza a levantar en Caserta para Carlos III y, posteriormente, Lady Hamilton, no parecen motivos menores para llegar hasta el sur de Italia.En torno a 1750 se producen dos significativos acontecimientos en la cultura arquitectónica napolitana que pueden entenderse casi como una metáfora de las tensiones y debates de la segunda mitad del siglo XVIII en relación a la idea y usos de lo clásico. Por un lado, el descubrimiento de las ruinas de Paestum y con ellas un tipo de orden dórico diferente a los conocidos y codificados desde el siglo XVI, un orden no descrito por Vitruvio y que no tardaría en ser utilizado en un sentido anticlásico por arquitectos y artistas. Por otro lado, Carlos III encarga en 1751 un Palacio Real para Caserta al más importante de los arquitectos italianos del momento, Luigi Vanvitelli. Un palacio que en su lenguaje clasicista y rigorista no puede abandonar la memoria de los modelos del Barroco. Un palacio que presenta un orden compositivo académico, atento a la tradición, y que pretendía ser, sobre todo, imagen de la magnificencia de un rey. No puede olvidarse que antes de que fueran difundidas a través de estampas grabadas las antigüedades de Paestum o Herculano, Carlos III quiso que fueran editadas las que representaban el proyecto de Vanvitelli, con una clara intención propagandística de la grandeza de su corte y de su poder. De este modo fue publicada, en 1756, la magnífica "Dichiarazione dei disegni del Reale Palazzo di Caserta".Sin embargo, la fortuna del palacio de Caserta, con ser grande, puede ser entendida como un modelo de orden cuya supervivencia no tardaría en ser cuestionada, tanto en términos políticos como artísticos, mientras que las insólitas proporciones de un orden, la figura de un soporte, como el encontrado en las ruinas de Paestum pareció condensar todas las aspiraciones de renovación estética y política de la Ilustración europea. La austeridad del orden, su remota antigüedad, su simplicidad, su heroica monumentalidad favorecían una lectura simbólica e histórica de una mítica Edad de Oro originaria, no corrompida. El orden dórico griego de Paestum, sin basa, aparecía como el testimonio de un tiempo en el que la Naturaleza se convirtió en Historia, en Arte. Un orden que acabaría siendo emblema arquetípico del origen de la arquitectura, próximo a la Naturaleza, y figura heráldica de la Revolución Francesa.El arcaísmo del orden, su pureza geométrica, estimularon, sin duda, todo un proceso de abstracción clasicista, no siempre neoclásica y sí, con frecuencia racionalista, como si la metáfora hubiese cedido definitivamente ante la geometría, las palabras a las cosas. Este lugar mítico, Paestum, también desconcertó en términos sublimes a otros muchos artistas y arquitectos. Incluso el propio Piranesi, tan crítico con los significados que muchos de sus contemporáneos le atribuían, acabaría, al final de su vida, emocionándose ante los restos de ese extraño orden dórico y queriendo dibujarlos a escala natural, como si con ese descomunal gesto gráfico pudiera atrapar toda su grandeza.En 1750, Paestum recibió la visita de unos ilustres viajeros franceses que habían acompañado al marqués de Marigny, hermano de la todopoderosa Madame de Pompadour y futuro Intendente de Edificios de Francia, en un viaje de formación por Italia. Marigny no se acercó a Paestum, pero sí lo hicieron sus compañeros de viaje N. Cochin y Jacques-Germain Soufflot (1713-1780), sin duda el más importante arquitecto francés de la segunda mitad del siglo XVIII, antes de la Revolución. A estos últimos se unieron en Roma para hacer el viaje a Nápoles G. Dumont, arquitecto pensionado en Roma y viejo amigo de Soufflot, y el abad Leblanc. Fue en ese contexto cuando el conde Felipe Gazzola, uno de los más fieles colaboradores de Carlos III, tanto en Nápoles como, posteriormente, en España, les hizo partícipes del secreto que guardaba Paestum. No sólo les permitió dibujar las ruinas, sino que parece que también puso a su disposición una serie de dibujos realizados previamente por algunos arquitectos entre los que se encontraban Mario Gioffredo (17181785) y Francisco Sabatini (1721-1797); el primero había realizado una especie de simbólico y monumental contraproyecto, de evidentes resonancias salomónicas, para el Palacio Real de Caserta, frente al de Vanvitelli, y el segundo, yerno y discípulo de este último, acabaría siendo el arquitecto de Carlos III en España. Sea como fuere, lo cierto es que, a pesar de las intenciones de Gazzola de editar un libro con los edificios de Paestum, cosa que no ocurriría, por obra de P. Paoli, hasta 1784, veinte años antes aparecía en París la "Suite de plans... des trois temples... de Paestum", publicada por Dumont-Soufflot, que constituiría el origen de toda una serie de publicaciones sobre el orden dórico griego y el inicio de su espectacular fortuna hasta bien entrado el siglo XIX. El dórico griego de Paestum, sin basa y de proporciones poco esbeltas, rudo y simple, no siempre fue considerado un orden originario, anterior a los griegos conocidos o descritos por Vitruvio, una ilustración perfecta de la petrificación de las primitivas columnas de madera de la cabaña primitiva. Hubo quien siguió insistiendo, como Piranesi, en la primacía cronológica del orden toscano o etrusco, es decir italiano, y también se formuló alguna opinión que lo hacía posterior a la invención de los órdenes griegos, casi como si de una particular elección de gusto se tratara. Para otros, este orden ponía en evidencia que el sistema clásico era arbitrario y Vitruvio poco fiable en sus descripciones y reglas. Un orden, por tanto, que surgía como una agresión a la tradición de los tratados, a las normas difundidas en las academias y que permitía pensar en términos ideales un tiempo originario y una arquitectura a la vez primitiva y universal. Un orden, por último, que podía ser usado para criticar el valor ornamental, arbitrario y corrompido del pasado, del barroco, del rococó.El dórico griego sin basa de Paestum se vio acompañado, además, por las primeras imágenes de órdenes semejantes de Atenas, básicamente a través de las obras de Stuart y Revett y de la anterior de Julien-David Leroy que, aunque llegó a Grecia después, publicó varios años antes el resultado de su viaje en "Les ruines des plus beaux monuments de la Gréce", París, 1758. Leroy, profesor en la Academia Francesa desde 1774, se convirtió en un eslabón perfecto entre la tradición académica de Blondel y las nuevas orientaciones de la arquitectura, de Boullée a Durand, iniciando una crítica radical al sistema de los órdenes tal como lo había codificado la cultura italiana del Renacimiento sobre todo a través de los tratados de Serlio y Vignola. La crítica antiitaliana contenida en su texto no dejó indiferente a Piranesi que llegaría a encarcelar en una de sus célebres Carceri una columna de orden dórico griego. Sin embargo, la fortuna de ese orden en la cultura artística y arquitectónica europea sería enorme. De este modo, esas columnas, aisladas o componiendo templos en un jardín, en forma de arquitecturas pintadas, como columnas honorarias, conmemorativas o heroicas, geométricamente abstractas, parlantes y simbólicas en la puerta de una prisión o un cementerio, en soportales o edificios de habitación, en las arquitecturas efímeras de una fiesta revolucionaria o un arco triunfal, incluso en ámbitos religiosos como hiciera Petit Radel que en 1784 revistió de dórico griego los soportes griegos de la iglesia de St. Médard de París, esas columnas -como decía- dieron lugar a una suerte de dialecto neodórico del clasicismo que se habló en toda Europa desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta bien entrado el siguiente. Es cierto, sin embargo, que el carácter ideológico, crítico y revolucionario del comienzo, fue sustituido, al final, por una consideración modal, estilística y desideologizada del orden dórico griego sin basa.